Nadie contaba con que en ese mismo superalmacén de autoservicio, merodeaba un anicano que portaba en oposición a un carrito, una tradicional bolsa de mercado. Sus huaraches zurcaban los pasillos con una implacable determinación acompañada de una astuta concentración. Me gustaría dar una descripción más detallada pero pasó a mi lado tan de prisa que sólo recuerdo la estela que dejó. Lo miré por encima de mi hombro y vi que se detuvo al ver el dañado ejemplar, lo tomó, lo vio fija y duramente como si lo viera a los ojos exigiendo una respuesta, y lo dejó caer en su bolsa. Acto seguido desapareció de nuestras vidas. Posiblemente sintió piedad por aquel puré, incluso cabe la posibilidad de que le haya atraído justamente la deformidad ése que solía ser un cubo y como si se tratase de una cría lastimada y abandonada, decidió protegerla. También sospecho que pudo sentirse identificado, y le dio a ese cuadrito la aceptación que en algún punto de su vida no tuvo. Me intriga el momento en el que se le quedó viendo al puré, fue tan breve pero existió. Me refiero a que no fue un movimiento de rutina, alcanzar el tetrapack y ponerlo en su bolsa, hubo un momento de reflexion, de empatía y de piedad. Puedo asegurar, como testigo ocular del acontecimiento, que se trató de un gesto tan magnánimo que juraría que se llevó el más bello puré que el mundo haya conocido.
Debo confesar que pocos segundos antes de la aparición del anciano, tomé dos muestras del mismo producto, evitando conscientemente la unidad abollada. Tras ver al anciano pasar, devolví al estante los dos paquetes, y juré no volver a comer puré de tomate hasta que me tope con uno de similares o peores condiciones.
